miércoles, 20 de julio de 2016

Soltar amarras.


Etimológicamente el término ingenuo viene a ser "nacido libre".

No me convence, lo modificaría.

La ingenuidad es más un anhelo, el de creer haber nacido con la capacidad de materializar... ¿qué cosas? Demasiado... No. Tal vez ilusiones, tal vez una vida. Me sigue pareciendo ridículo. No quedan papeles que representar en esta absurda tragicomedia; o en algo que se le parece. Pero libertad, ¿qué es la libertad? La vida ya ni siquiera es sueño. Es difícil saber si realmente el ingenuo tiene la culpa de su propia ingenuidad.

¿Qué fue antes, el río o el puente?

Un río nunca es el río. Y el puente, el puente es la utopía. Utopía es un término rancio. El puente, el puente puede que sea sólo una vereda entre salinas o una improbabilidad matemática, una singularidad, eso mismo; me encanta cuando lo dicen (escriben) los físicos: singularidad.

Es justo valorar los daños al instante de depurar responsabilidades. Podría decir que el mundo, este mundo, lo expulsa a uno. Pero tampoco es cierto. Es una fuga. Porque entre el dolor y la nada él eligió la nada. Una nada desde la que observar, que no esperar, que no desear; una nada desde la que su ingenuidad, el anhelo del ingenuo, se refleje en el espejismo, en la línea de sombra, ese espacio mínimo donde se unen cielo y mar; y que es una promesa que nunca se cumple.

Por creer en cosas que no existen se pagan los precios más altos. Por creer en lo que jamás existió, por creer, simplemente, se paga siempre, demasiado; y no todos estamos dispuestos a enfrentarnos al ogro cabrón que tiende su mano en el peaje. Antes de cruzar el puente.

Luego están los daños. Irreversibles. Irremediables. Los daños. Y también está el olvido, peleando con la memoria, aquello de lo que pudo haber sido; está lo imposible; están los molinos, duros e inquebrantables; los altos edificios delimitando una avenida de un lugar en el que la lluvia nunca cae, liberadora, real, más que lluvia, mucho más que lluvia, mojando algo más que los tobillos, lluvia de agua que sólo existe para aquellos que creen en cosas que no existen.

Cuando descubres que la felicidad de los otros es mentira te estás mirando en un espejo. Todo nuestro mundo está hecho de espejos. Y buscas a quien reprochar, a quien pedir consuelo; una mano, un beso de tornillo; otro espejo roto; buscas a ese alguien que te diga sí, con esa misma fragilidad que es la fragilidad común, la que descubres al pensarte, caminando sobre la grava que ocupa el solar de una villa en los confines del universo conocido, más allá del océano Atlántico, donde, empujado por los alisios, planea la última página del último libro de poemas que nadie jamás escribió y que probablemente no exista porque el origen de su sentido no es otra cosa que la estupidez, la humana y pertinaz estupidez. Y buscas, lo buscas, ingenuamente buscando, sin hallar más que la mirada de un enemigo que se baja de un autobús antes de tiempo por creer que la elegancia y el decoro y lo civilizado tienen que ver con la cobardía y con la vergüenza y con la incapacidad de descubrir en los ojos del otro una intención, el instinto, la pureza de la más justificada violencia. Y miras a tu alrededor, en ese mismo autobús, donde antes quizá se coloreaba la ilusión de tu propia ingenuidad, y te encuentras con el hormigón del cinismo, con la devastación tras los bombardeos, la mentira, siempre la mentira, con el llanto infantil, con lo que pudo haber sido, con los cumpleaños que no vivirás, el espacio que nunca ocupaste, el asombro tras caer por fin el telón y mirar atrás y recontar la historia que nunca hubieras creído vivir. Te encuentras, definitivamente, lo haces, encontrarte, y desarmado, y sin nada que decir y sin un bálsamo que aplicar a la grieta abierta en la carne. Te encuentras. Que es lo peor que le puede ocurrir a cualquier ser humano.

Cuando crees en cosas que no existen la derrota es más una querencia que una posibilidad. Esa estúpida sensación. Abrazas la derrota antes de acercarte, antes de saber de qué color lleva pintados los labios, a qué sabe la pulpa de su fruto. Tiene también la derrota, en su centro mismo, el alivio del moribundo cuyas terminaciones nerviosas han acabado, agotadas, por claudicar. Luego está lo que es imposible conocer; lo irreconocible, por la edad, por las limitaciones emocionales, por valores que quién coño puede saber por y para qué una vez entendió que debían regir una existencia.

Está el mar. Eso sí es una realidad. Y es un sueño. Y puente, hacia ninguna parte, pero puente. Y es la mar la muerte, porque lo es, la mar es la muerte, pero muerte dulce, a base de tanta agua salada.

El mar afecta al ser humano de un modo incomprensible. Todo viaje ha de hacerse siempre por mar. Aunque sea el mismo viaje hacia la derrota. Los días de mar te aguijonean profundamente, te enloquecen, te maravillan; al ingenuo el mar lo alimenta con el yodo de la humedad en el aire, con la plenitud, con la voluptuosa naturaleza rodeándolo todo y señalando con un dedo invisible la insignificancia de tu esencia en un cosmos en el que las reglas son básicas, sencillas, casi insoportables. Llega después uno a un puerto cualquiera, no importa el nombre que reciba el lugar, un lugar que nunca vas a conocer, porque es imposible que nadie conozca un lugar cuando apenas va a tener ocasión de dar más de un centenar de pasos, un lugar cualquiera, y siempre es otro mundo, con sus casinos, sus bares para gente de mar y sus putas para gente de mar, con licores para gente de mar, con fantasías para gente de mar; la sensación de tránsito; la melancolía del último día; la partida, de nuevo la partida, soltar amarras, la distancia, cada vez mayor, cada vez mayor el balanceo, el aire, cada vez mayor, las aves perdidas entre dos mundos, despidiéndose, esas aves que siempre se están despidiendo; de nuevo a la mar.

Pero seguimos aquí, debatiendo entre si se pueden encender velas en vasos pegados en el techo, tratando de saber si otro mundo es posible; a pesar de todo. Y no, así no se encienden las velas, lo dicen en alguno de los mandamientos que no quise leer. 

Lo sabes tú, quien quieras o creas que seas.

El ingenuo piensa, por ejemplo, que no todo vale en el amor y en la guerra. En la guerra, la guerra que no provoca el soldado, que no provoca el individuo, ni hombre ni mujer, en la guerra, uno mata porque lo han colocado en las justas coordenadas en las que ha de matar para que no lo maten. Así que mata. Lo hace desesperadamente. Mata, joder, porque se aferra a la esperanza de un día que será mañana, otro día en el que volverá a repetir la historia del matar para no ser muerto, y así, hasta llegar el día, de forma sorpresiva, inesperada, ese día, que será mañana, por fin sea el mañana en que no deba responder a la necesidad de convertirse en asesino para no ser víctima. El mañana, tal vez, quién sabe, en el que podrá amar. No todo vale en la guerra. Tampoco en el amor. En el amor uno ama por y para sentirse amado y lo hace justamente porque las circunstancias lo han colocado en las coordenadas precisas en las que ha de amar por y para ser amado. Así que ama. Lo hace desesperadamente. Ama, joder, aferrándose a la esperanza de que cada nuevo día, amar, sea por y para ser amado, esperando quizá, quién sabe, llegar al mañana en el que al final sea la mañana de morir, morir cogido de una mano, morir ante los ojos que lo miraron largamente y a través del tiempo, desde el deseo primigenio hasta el cerrar de ojos pasando por ese periodo en el que lo importante son unas primeras sonrisas, primeros pasos, preguntas primeras y largos paseos titubeantes. Qué ingenuidad.

El ingenuo piensa que no todo vale en el amor y en la guerra. Las reglas de enfrentamiento son las mismas. Son más humanos dos soldados que se disparan que los dos transeúntes que se cruzan, uno con un periódico bajo el brazo, el otro paseando a un pequinés, dos transeúntes que se cruzan, sin mirarse siquiera un segundo a los ojos. Son más humanos dos amantes desnudos en la cama que quienes temen que desnudarse juntos y tumbarse en una cama les pueda costar tener que amarse y que ese amor comprometa al juego en el que amarse sea compartir más que la vida y el espíritu. Son las cosas en la que creen los ingenuos, cosas que no existen.

Por creer en cosas que no existen se pagan los precios más altos. Por creer en lo que jamás existió; por creer, y nada más que creer, velas que se encienden en vasos pegados bocabajo en el techo, se paga siempre, demasiado; y no todos estamos dispuestos a regatear con el ogro cabrón que tiende su mano en el peaje. Antes de cruzar el puente. Otros morimos o matamos. Y ante lo segundo, lo primero.

Supongo que ando buscando una conclusión, reforzar un argumento que ya de entrada es una ficticia manera de comprender. Huir. Escapar. Fugarse. Verbos inexactos. Salir, es más sencillo. Ir de adentro hacia afuera. Salir a la mar. Para bien o para mal. No.

Digo, sí.

Digo: lejos.

Grito: ¡soltar amarras!

Y digo: adiós.

Supongo que ando buscando otra cosa.

Cuando la encuentre probablemente será demasiado tarde; cuando la descubra tal vez me sorprenda que también es una mentira.



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