viernes, 1 de julio de 2016

Saltar al vacío. Tercera entrada de un diario contra lo íntimo.


¿Qué se le pasó por la cabeza al escritor José Manuel Benítez Ariza para pedirme que presentara hoy su nuevo libro me es todavía un misterio? Siento Gran admiración por José Manuel, aunque él, probablemente, ni se lo imagina. Siempre lo he tenido como uno de los pocos escritores de verdad de esta ciudad en la que son legión los que pretenden estar continuamente bajo la extraña etiqueta de "escritor". Muy en contra de lo que siempre había pensado, que yo no era presentador de libros y autores, acepté su invitación. ¿Por qué? Realmente no lo sé. Hay algo de sentimental en esto. Su libro de aforismos es precisamente lo que esperaba, lucidez y oficio. Y, muy extrañamente, muy insospechadamente -hasta el momento justo de recibir su llamada-, me hizo feliz que quisiera hacerme partícipe de ese rinconcito en su dilatada y trabajada carrera de literato. Cualquier cosa más que pueda decir al respecto tendrá que ir a escucharla a la Fundación Aerolítica de Carlos Edmundo de Ory. En el caso improbable de que el mismo José Manuel leyera esto: gracias, es todo un honor.

Sigo sin enviar mi nueva novela a la editorial que hace al menos un par de días que la espera. Volvamos a preguntar, ¿por qué?

Saltar al vacío. Soy un habitual. Podría decir que siempre me estrellé contra lo malage del asfalto. Cabría también preguntarse las razones. Existe una única respuesta. Y tiene que ver con la vida.

Me levanto y caliento agua y preparo una taza con un sobre de té. Se me ha prohibido el café. Antes nunca bebía menos de cuatro o cinco cafés diarios. Ahora se me prohíbe. Ahora ni siquiera me atrevo. A mis treinta y pocos ya se me prohíbe tomar café, como aquel que preso de una adicción grave para su salud es internado para evitar su reincidencia.

Pero saltar al vacío. Los años de la velocidad y la adrenalina se acabaron de forma traumática. Ahora me conformo con al menos una hora de crossfit diaria. Fumar fumo demasiado, lo que hace de mis sesiones en el box un verdadero infierno. Un infierno que celebro con media vomitona y no pocas taquicardias después.

Acostumbro a adornar estas entradas con la narración de alguna aventura pasada más o menos inaceptable. Ya que esto es un diario contra lo íntimo es justo que ciertos pasajes del pasado perfilen al hombre perdido de hoy. Ocurrió en Djibuti. Djibuti viene a estar en a tomar por culo o en el cuerno de África, según se mire. Es un lugar que no existe o que existe, el Djibuti que yo recuerdo, en un mundo irreal, desgraciado y, me van a perdonar, maravilloso. Aquel día, horas antes de lo que sería el motivo de escribir al respecto, hice subir a los buceadores porque me escamó un numeroso grupo de aletas dorsales que se dirigían al interior del puerto desde el océano. Pero eso ocurrió horas antes, y aquellas aletas, ni de puta coña, tenían nada que ver con simpáticos -en realidad hijos de la grandísima puta si se topan con ellos en alta mar- delfines. El caso es que terminé con mis obligaciones a cosa así de las once de la noche. Así que me vestí y picardeé a quienes no lo necesitaban y nos subimos a un taxi destartalado cuyo chófer era manco y conducía ciego de kat, droga muy popular por aquellas regiones. Tras varias vueltas -es curioso, allí también se llevaban las rotondas, o algo similar- le dije a gritos y en un inglés como de Barbate colocando el puño de mi mano derecha junto a la bola en su mejilla llena de droga: ¡Al hotel Sheraton pero ya! Y allí que fuimos. Verán, se aquellas yo era una especie de skin head con muy mala uva y no poco instinto asesino. Al llegar a la discoteca del hotel nos recibió un negro como un gigantopitecus y una belleza somalí o etíope que nos dejó bien clarito cómo funcionaba aquel mundo sopesando el interior de nuestra cremallera. Luego pedimos champán y se nos sentaron alrededor no menos de media docena de negras hermosísimas de rasgos europeos y más que probablemente con el sida ya devorando sus entrañas. La cosa no pasó de ahí. Pero descubrí que acababa de descubrir al fin el mundo. La historia continúa y probamos aquella droga y mezclamos champán con cerveza y la droga no me hizo efecto. Creo que ya no me apetece seguir contando esta historia.

Podemos dar por descartado el campo.

Digamos que quizá en aquella ocasión, en el momento de subirme al taxi, también saltaba al vacío. Me decía mi hermana ayer, estás acostumbrado.

Salté al vacío, tal vez por última vez. Con el terror instalado en mi pecho y guiñándole un ojo a la caja de Valium.

Ah, no se olviden, esta tarde tienen una cita en Fundación Aerolítica. Más que por lo que pueda decir servidor por los siempre lúcidos aforismos de Benítez Ariza. Tiene algo de esperpento lo de esta tarde, no crean. Jamás he presentado el libro de nadie. Así que por lo que me toca, puede resultar hasta gracioso, lo que es en sí mismo un chiste castizo: Estaba Eduardo Flores presentando un libro y...


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