domingo, 3 de julio de 2016

Mañana de domingo. Sexta entrada de un diario contra lo íntimo.


Mañana de domingo.

No le veo la gracia.

Dirán que todo esto es muy negativo.

Leo en Público.es la indignación del humorista/periodista Juan Carlos Ortega por la -una vez más- polémica portada de El Jueves en la que se puede leer un directo "Gilipollas" destinado sobre todo a aquellos que en fechas recientes hicieron uso de su voto en favor del Partido Popular. Argumenta su indignación de forma elegante, demuestra su inteligencia. Y aunque no se nos hace difícil intuir que su pensamiento ideológico dista mucho del ideario del partido de derechas español, su forma de entender el respeto y la educación sin perjuicio de ese sentido del humor tan particular y brillante, me ha hecho reflexionar. A día de hoy, España, es un país que tiende a lo conservador. En mi caso, lo único reprochable, es ese miedo que se me antoja atávico. Aún así, puedo entenderlo. Albergamos terrores viejos; viejos, pero terrores.

Mañana de domingo. La encrucijada. Fuera luce el verano con toda su carga de reconciliación, con lo apetitoso de una orilla asediada por olas purificadoras.

Ayer estaba borracho y después lo estuve más. Tomaba mi enésima copa de Jack Daniel´s en una terraza. Esta vez en compañía. Sentí la necesidad. Vestía pantalón vaquero negro y camisa morada de fino algodón; zapatos de piel de ante, una superficie sutil, la de estos zapatos. Hablábamos, de casi todo; girábamos en torno a un abismo. Pero sentí la necesidad y amenacé con hacerlo hasta que la sola idea de reprimirme se me hizo insoportable. Así que me levanté y la miré, determinado, ni me despedí ni anuncié la intención. La playa estaba llena de sombrillas y toallas y gente que probablemente en ese momento era feliz. Me levanté y abandoné la terraza y crucé la estrecha carretera del paseo marítimo y salté con agilidad el muro hasta flexionar las rodillas y caer de pie sobre la arena. Caminaba desabotonando mi camisa. No miraba a los playeros a mi alrededor, ni las sombrillas, ni las toallas. La arena se humedecía y yo ya me deshacía del pantalón, los calcetines (rojos) y los zapatos. Me quedé en calzoncillos (negros) y amontoné la ropa. Reía a la vez que avanzaba y no miraba atrás. Para qué mirar atrás. No sentí fría el agua al contacto con mis pies, mis tobillos, mis rodillas; si salté ante la siempre ola traicionera que busca el ombligo. Finalmente me lancé al océano cercano y buceé unos metros hasta que mis pulmones reclamaron aire; el aire que precisamente yo creía que me sobraba.

No soy ningún intelectual. Asistí al reclamo de José Manuel Benítez Ariza e hice lo que creí oportuno, entregarle lo que soy. José Manuel es un buen hombre, se merece la fuerza para seguir haciendo lo que hace desde muchísimo tiempo.

No soy ningún intelectual y no encuentro mi sitio. A la contra del título de un libro que considero muy bueno de Pablo Gutiérrez, todo, absolutamente todo, es crucial.

Se me amontonan las tareas domésticas. Me siento incapaz de enfrentarlas. Me llama el teclado y no sé para qué. Mi futuro literario (¿?), sea lo que sea, está ahora en juego. Quiero decir. Este momento en el que están ocurriendo cosas (editorialmente)... he decidido que sea un momento determinante. Es irresistible la tentación del fracaso.  Porque no soy un intelectual. Mi forma de entenderlo todo pertenece a otro mundo en el que las causas y sus efectos nada tienen que ver con estas calles y sus adoquines y sus avenidas de hirviente asfalto.

Las amistades, mis muy pocos buenos amigos, o están lejos, o tan jodidos como yo; lo que no es consuelo.

Hablábamos de cómo esto de acudir a las playas con el buen tiempo y desnudarse y sentir esa falsa libertad responde a una necesidad que debemos a nuestros ancestros, aquellas criaturas puras a las que tanto respeto guardo. Repetimos el acto de la purificación con el agua salada, entramos en contacto -descalzos- con la tierra, paseamos la orilla, a un lado la infinitud del océano, del otro nuestro nuevo mundo y esa civilización que hemos creado. De poder elegir me mantendría permanentemente en esa orilla, ver nuestro mundo desde la distancia, aunque no sea mucha, la distancia.

Amar. ¿Por qué hacerlo? Quien averigüe la respuesta habrá encontrado al fin a Dios; que probablemente no existe.

Conservo las servilletas de ayer como conservo cajetillas de tabaco vacías en esta mesa que he decido que sea mi escritorio. He llegado a la conclusión de que siempre escribiré en una cocina. Y también que jamás podré escribir sin fumar. También me he dado cuenta de que es mucho más divertido escribir borracho. Me niego, sin embargo, a que mis palabras sean empujadas por el vapor de un vaso helado de whiskey.

Yo estaba en una de esas discotecas de negros del fin del mundo en el que bailar es un contacto permanente y es prácticamente imposible que le quepa a uno la polla en los pantalones. Se me acercó y ni siquiera recuerdo su nombre, si lo tenía. Fuimos a la barra y ella quería whiskey del caro y yo se lo pedí y también lo pedí para mí. Me sugirió que nos fuéramos a otra parte. Ya saben, a otra parte. Y esa otra parte era la playa, que estaba lejos. Dije sí y le pregunté de qué manera podíamos llegar tan lejos. Mi marido nos lleva. Su marido nos llevaba, me dijo. Era una negra preciosa y de cuerpo duro como el tronco de un Baobab. Bien, tu marido nos lleva, va a ser una experiencia estupenda. El marido pues, conducía, nos llevaba a follar. Pero caí en la cuenta de que no me quedaba una sola rupia en el bolsillo y le dije que buscara un cajero. Lo hizo, y llegamos al cajero, y allí saqué pasta y el imbécil del marido tuvo la genial idea de atracarme. Yo respondí asediando su nariz chata de negro y sus ojos con una buena andanada de puñetazos, lo que le dio a entender que aquello no había sido la mejor de sus ideas. Retomamos el camino hacia la playa en la que su mujer y yo jugaríamos a la tragedia. Abrazaba su cuello con mi brazo desde el asiento de atrás para hacerle ver que aquello iba en serio. Y así lo hice hasta que llegamos a aquella playa que dejó de ser paradisíaca y aquel marido vigilaba.  


No le veo la gracia a esta mañana de domingo. Será tal vez que no la tiene.

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