lunes, 27 de junio de 2016

Decepción.


Es tal vez la decepción una mezcla de tristeza y rabia. Motor de preguntas imposibles, la decepción nos paraliza como un golpe en la cabeza y desde atrás. Ocurre luego que ya no tiene cura. Habrá quien diga que nos hace más fuertes, o que cercena no pocos flecos de una ingenuidad que hasta entonces no nos molestaba -o no demasiado-, sino que creíamos necesaria. La decepción afecta a las creencias, a lo profundo del ser, cuando son profundas la creencias, cuando uno se sabe ser sobre lo que tiene y se conduce tratando de ser honesto no sólo con uno mismo, también con cuanto le rodea. Tras su llegada, un beso helado como el impacto con un iceberg, la mentira se hace fuerte y lo que uno abrazaba y que llamaba esperanza vuelve al rincón donde se esconden todas esas fantasiosas ideas que acostumbramos a llamar utopías. La decepción es quizá la madre de todas las derrotas, porque no te mata; en el mejor de los casos te deja la piel mate y te permite caminar y la mirada se vuelve un tanto gris y se lanza uno a la calle y los rayos de sol son como insultos y la vida de los demás, que ni siquiera son compañía, se observa y se siente como una amenaza y como una pregunta relacionada con el tiempo y su acabose.

Hay quien combate la decepción con unas gotas de ginebra o de bourbon, otros recurren a la brujería de los ansiolíticos. Otros reniegan de su propia naturaleza, culpable de todos los males padecidos y por sufrir. Habrá también quienes busquen desesperadamente el calor de otras pieles sin brillo en un pacto patético y finalmente dañino. Y es que la decepción conduce inevitablemente a la soledad. No existe sin embargo quien pueda combatirla con eficacia, resulta ridículo lanzar puñetazos a la carcoma decepcionante.

Combatí personalmente los resultados del referéndum en Gran Bretaña con el mismo cinismo que aborrezco en los otros que no son yo: "al fin y al cabo la diferencia había sido tan corta". Cinismo en estado puro. Seguir los acontecimientos era como mirar a través de la lente de un microscopio. Al otro lado y en grande se dibujaba una geometría similar a la del virus del ébola o la de cualquier otro virus cabrón que conduzca a la muerte. Pero no era un virus, somos nosotros. ¿Con qué argamasa construir o proyectar nada? Y hablan en tertulias de economía, de comercio, de plazos, de medidas. ¿Qué solución se busca a lo que no tiene remedio? La mezquindad humana vive en nuestras células, flotando en el citoplasama, junto a la mitocondría, los lisosomas, el aparato de Golgi. Lo que pudo haber sido fue decepción. Profunda, triste y rabiosa decepción.

Las decepciones nos hacen criaturas viles. Es tal el dolor que conllevan, aquello del tigre con la espina clavada entre las almohadillas de la zarpa. A ver quién coño se la quita sin ser despedazado en el intento.

Para una parte considerable de la ciudadanía española los resultados de estas últimas elecciones han sido decepcionantes. Nos hemos levantado de la cama que nos recibió con un mal sueño y amanecemos zombificados. Se leyeron insultos, improperios, se gritaba en el desierto, lloraba uno caracteres en Twitter o Facebook, dije: "al PP sólo le falta follarse a todas y cada una de nuestras madres (por el culo) para empezar a pagar responsabilidades políticas". Para nada. ¿Habrase visto burrada mayor y menos necesaria? Era la decepción y su paso por las arterias empozoñando las cavidades del corazón. Llegaba, la decepción, por saber que se nos puede hacer cualquier cosa, que se nos puede agredir, sin que nadie pague por ello y sin que esos nadie pierdan la posición de privilegio desde la que es fácil y les es necesario, agredir, hacernos cualquier cosa. Contra esto ya no cupo cinismo posible. ¿A quién vamos a culpar? ¿A nosotros mismos? ¿Qué somos nosotros? ¿Acaso tuvimos la más mínima posibilidad de llegar al momento en que aceptar la culpa nos hubiese aliviado?

Son preguntas. Las que nos deja la decepción.

Es también la decepción resultado de la deslealtad, del derrumbe. Decepcionan los gestos y las palabras de un presente olvidadizo en la inmediatez del vagón cuyo interior carece aparentemente de asideros. La decepción ocupa en su estudio un lugar misterioso dentro de las ecuaciones en las que encontramos variables de tiempo y espacio. Y -ya en el vagón y el vagón en movimiento- tal vez te lanzas impulsado por el espejismo hacia el final y cierras los dedos en torno a lo que creíste -el vagón se precipita por el túnel oscuro y sin frenos- una forma de mantenerte en pie durante el viaje el tiempo suficiente (suficiente para qué); hasta que al llegar la ilusión se desvanece, decepcionante, cerrando la mano en una especie de éter, una mano ahora dolorida y asediada por la urticaria de saber lo que nunca se quiso averiguar. Y si verdaderamente es la decepción esa mezcla entre la tristeza y la rabia, tratar de alejar esta última para conservar irremediablemente la primera, al final, resulta mucho más elegante, es infinitamente más elegante, quedarse respirando nada más que la tristeza.


Será que la rabia se acerca demasiado a toda forma de mal. Y la tristeza, bueno, la tristeza apenas provoca daños colaterales, no deja cadáveres por el camino. El cadáver eres tú, y tú te mueves.  

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