domingo, 12 de abril de 2015

Veinte de la tarde



Veinte de la tarde noche de un domingo ventoso y pesado, con su carga de plomo, su palmera bamboleante, con la radio radiando palabras de las que desconfío. Es la radio un medio bonito. La primavera aterriza sobre las marismas dudando de si es buen momento. Buen momento pa qué, o para quién. No llueve al menos, pongamos que hablamos del mes de abril. Él juega y ve dibujos animados en el salón. Limpiar la cocina, quitar ropa del tendedero, doblarla después, pensando, en el estado de las cosas. No es una vida rutinaria. Soy consciente del alto grado de intensidad y de mi culpa. La pregunta sería: ¿has aprendido algo? Lo que me lleva a reflexionar sobre el verbo aprender y me devuelve a aquello del estado de las cosas. Ocurren milagros todos los días. No lo dicen los putos libros de autoayuda, lo dice un peatón cualquiera en el tercero de un bloque cualquiera de una ciudad... en fin. Pero milagros diariamente, y la lucha, y últimamente el estado de las cosas es igual a sorpresa. Habla solo mientras trastea y ve dibujos animados e ignora lo que le deparará la vida adulta, tan lejos de eso de trastear mientras se ven dibujos animados. Uno se conforma con mirar de forma estúpida el danzar incesable de una palmera que ya estaba cuando llegó. Fresias, decía, lo recuerdo, como recuerdo un perfume que me lleva a otro tiempo no muy lejano, cuando aparentemente nada era tan milagroso como hoy lo veo. Ocurrió así sin más. De pronto aparece y dice hola, sin más (insisto), ocultando -porque lo mismo lo ignora o, sencillamente, forma parte de sus pasos y el modo en que mueve un cuerpo de prestado- todo un universo maravilloso en el que los despistes parecen puertas espacio temporales por las que ir y venir para asombro de quien observa. Y yo la observo, no puedo evitarlo. Veinte de la tarde y anochece lentamente, permitiendo la tarde moribunda el disfrute ocioso. Está tan lejos mañana. La ropa en los tendederos vecinos son fantasmas que avisan de algo que llegará. Luego, se mantienen las preguntas de siempre a las que siempre doy respuesta dudando y dudando y barajando otras opciones que rechazo porque implican la no participación de todo esto y claro, quiero un buen pedazo de tarta, uno muy grande que me permita, algún día, en ese último segundo el paraíso prometido que no es otra cosa que poder decirse: he vivido, todos están bien, voy en paz, ahora. Un buen pedazo de tarta y milagros del día a día. Esperar la vida, no la propia, la propia no espera y sigue corriendo, ya se ven las huellas en la piel de la carrera. Sí, culpable, digo. Ya ven, sí, ustedes, ese vacío confuso e imperceptible, sí, ya ven, le damos vueltas a esto de los milagros, nunca me resisto a pensar que casualidades son misterio. Exacto, llegó y lo recuerdo, como hoy aquel perfume, el movimiento del cabello, acelerada, llegaba tarde, lo recuerdo y es una película agradable y sin fin, muda, hasta el momento en que salí de mi disimulado gesto de sorpresa. Hoy todo es diferente, mejor. El mundo se muestra jodido. Sigo escribiendo de forma ininterrumpida desde que empecé ya ni siquiera recuerdo cuándo. La pregunta es: ¿para qué? Respondo con lo del trozo de tarta. No se puede limitar la intensidad. Cuando la vida parece detenerse... no, no existe la contención, el pelo y las uñas crecen con fuerza, no puedo detenerlo, y lo fácil sería gritar: ¡basta ya, joder, déjame en paz, estoy cansado de la angustia, de la necesidad, de una obligación como un vicio mal mirado!  Veinte de la tarde de esta tarde infructuosa. Después de mucho pensar he acordado decir con todos mi yoes en que no conozco la rutina. Pero claro, callo más de lo que necesito, historias por venir, sacrificios por milagros. El estado actual de las cosas sigue siendo el mismo: silencio, se vive la aventura. Son las veinte cuarenta y dos de la tarde noche de un domingo ventoso.

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