domingo, 15 de febrero de 2015

Un reencuentro



Hubo un tiempo en el que tú y yo no éramos los que somos. Como un hachazo, a simple vista (no lo dijimos y tal vez tampoco lo pensamos, era más bien como una cláusula del contrato no escrito, una inesperada sorpresa en forma de extraña victoria; el tiempo que no nos conocimos sin necesidad de explicación alguna o justificación que mereciera la pena darse. Bajo un cielo de nubes audaces -una perfecta escenografía para una comedia dramática- que impregnaba el aire de chubascos intermitentes, se daba el reencuentro. El presente comprometido con el futuro se batía en la anaranjada y húmeda zahorra delimitada por las gruesas rayas de tiza. Lo esperaba, claro que lo esperaba, habíamos quedado. Pero no lo esperaba, cómo lo iba a esperar: vino con un hijo. Yo que acompañaba a mi hijo y bueno, él había estado lejos; no lejos en el espacio, sencillamente, lejos, como lo había estado yo, como lejos se encuentra aquel otro yo que era y que ya no soy. Pero no, para él tampoco yo debí haber resultado como aquel otro. Venía con su hijo y me dijo, es él, mi hijo. Entonces la distancia fue aún mucho mayor y fue entonces que vi que todo había cambiado y que había cambiado para bien. Para los dos. Ni siquiera se trata de dinero, de la ropa o del aspecto físico; va mucho más allá: la mirada tal vez. Los ojos que han visto ciertas miserias y las manos que han causado otras miserias y los planos secuenciales vividos tienen como consecuencia un curioso cambio de color en el haz proyectado sin intención desde el rostro. Ambos nos reconocimos nuestros nuevos yoes (no somos más sanos ni somos más limpios; diferentes, sí, mucho). "...porque la vida era o blanco o negro, y así nos era más fácil. Después todo parece llevarte a considerar la escala de grises, y así no funcionas. Prefería el blanco o negro, se confunde uno cuando las cosas son diferentes... y sin embargo tuvo que pasar el tiempo y tuvieron que darse las desafortunadas consecuencias de vivir como quien muerde para descubrir al fin, que de hecho, la vida no es ni blanco ni negro, ni siquiera se mueve en la escala de grises; de hecho, la vida es de colores". "La vida es de colores, no se te daría mal la poesía". Y claro que no se le daría mal. En dos, tres, cuatro horas, el viejo amigo compuso como medio centenar de poemas inmejorables, poemas inigualables por los numerosos poetas de recital y antología. Era eso, un reencuentro: él con su hijo de pelo rizado, algunas canas en la barba y yo, admirado por la proeza de mi propio hijo; los dos, más mayores pero no más viejos (seguimos sintiendo el pellizco que nos produce la sensación de que todo saltará por los aires en cualquier momento). Para engañar la ausencia de adrenalina tenemos nuestros recursos, decimos como quienes sufren de abstinencia. "Me iría a la montaña contigo, podría iniciarme". Risas. Se echaba de menos la complicidad. "Tú y yo nos pusimos la piel de cordero -sobre la del lobo- y ahora estamos demasiado calentitos como para quitárnosla". Y más risas, y cuánta razón. El niño de pelo rizado desconocedor del demonio de su padre arrastra una sabiduría ancestral que sí le permite reconocer el lado luminoso del ángel. Me pregunto cómo me verán a mí mis hijos. Me pregunto si se preguntan sobre ciertas cosas y me pregunto cómo podemos mirarlos, él y yo, ahora, a ellos, después de todo (al calorcito de la piel de cordero). "...mejor dar cadena larga a los fantasmas; aunque regresen, a veces, y te hagan polvo; o te hagan una oferta que creas que no puedes rechazar". Y así hicimos, dimos cadena larga a los fantasmas pese a que yo insistía en decir que: me siento muy bien, no tengo ya ningún problema con eso. Tal vez él respondió: puede ser que sí, que estemos bien. Estamos mejor. De vez en cuando me daba por gritar porque mi hijo se lanzaba tras un balón que parecía imposible y que él hacía posible. Ahí tienes hijo mío, la clave de tu éxito futuro, sigue así. Tal y como yo no lo decía lo pensaba mi amigo. Hicimos bien equivocándonos, empezamos diciendo al poco de reencontrarnos. Ahora que han pasado las horas, que presente y pasado se reconcilian, he de darte la razón; también hicimos bien en aceptarlo, en volver a vernos y en abrazarnos.

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