jueves, 25 de diciembre de 2014

El discurso de un rey.



Trataba de encender el  fuego  con muy poco éxito. Los niños iban y venían, ignoraban la voz del monarca. Pedía silencio mientras removía con enojo los troncos, vertía alcohol de noventa y seis grados o colocaba de forma estratégica páginas de periódico viejo en los recovecos de la cadavérica hoguera. Y hablaba el monarca de los españoles. Yo, que aún me pregunto con genuino escepticismo la necesidad de un rey, prestaba atención al discurso; ¿qué podía saber ese señor de los españoles en realidad cuando a los mismos ciudadanos de a pie ya nos cuesta un mundo identificarnos  como colectivo humano? Después no  me resultó complicado averiguar que sus palabras se conducían siguiendo con férreo amarre al rumor que de nosotros se mantiene en el aire al modo de chascarrillo. Creo  que fue cuando trató de algún modo dirigirse a las distintas nacionalidades que se reparten por la piel de toro reivindicando su identidad, tomando como unidad de medida a los catalanes. Estábamos  en el vértigo previo a sentarnos a la mesa para la cena especial de la noche. Según El País el mensaje ya lleva días  grabado; se señala -en un insultante alarde de inteligencia periodística- que se grabó antes de que la hermana del monarca fuese marcada por las  palabras del juez. De modo que, claro, ya resultaba imposible hacer mención alguna al hecho. Pero sí habló de corrupción. Hay quien trata de justificar la corrupción alegando nuestro carácter latino. Otros apenas se pronuncian, como si  se tratase de uno de los distintos componentes que se juntan en lo etéreo del aire para que podamos respirar. También los hay que gritan de indignación poniéndose muy colorados a la vez que acusan según su ideología. Bueno, de corrupción hablaba el monarca, nuestro  rey. El fuego aparecía y desaparecía ante mi impotencia. Me precio de ser un excelente encendedor de fuegos. Pocas cosas me ponen tan cachondo como hacer una barbacoa. Y lo que realmente me excita de ese proceso es el encendido del fuego. Nunca lo hago igual, busco distintos modos, diferentes materiales. Hay en ello un anhelo, se desea el poder de manejar algo tan incontrolable como el fuego a antojo. Pero el fuego jugaba conmigo  y yo, airado, pedía silencio  a mi familia, más concentrada en los preparativos de la cena. La corrupción no es algo nuevo.  Antes la consentíamos sin más, no nos afectaba directamente salvo en contadas y aisladas situaciones. Nos  reíamos de Italia y su Berlusconi. El monarca hablaba de corrupción, de la lucha contra la corrupción, como echando fuera los balones de su momento familiar. La realidad es que poder y corrupción son del todo inseparables. Es trágicamente humano. Y aún no somos lo suficientemente capaces de idear herramientas que imposibiliten la aparición de lo uno cuando se da lo otro. Esto no es cierto. Pero podemos seguir engañándonos, tal y como hace nuestro monarca. Saben, cada vez me siento más alejado de los temas políticos. Tal vez ocurra que los temas políticos me parezcan cada vez menos interesantes, que sean ellos los que se alejan de mí. La superficialidad de la puesta en escena de un hombre entronado me es una imagen -no se puede buscar mucho más que una imagen en el hecho mismo- poco atractiva, nada interesante, innecesaria. El rey hablaba de los españoles y yo me batía con los elementos y ambos errábamos, el uno en un escenario palaciego, el otro en un hogar familiar.  De fondo, como llegado  desde muy lejos, fluye como una mentira, como un rumor inteligente, la inminencia de la tormenta. Creo saber cómo huelen las tormentas, el aire refrigerado que surge de pronto en la calma,  la oscuridad aparentemente detenida en lontananza. Y no, aquí no huele a tormenta. Nos sentamos a cenar poco después del discurso. Desgraciadamente, nada nuevo ha aparecido bajo el sol del día de navidad, el año por venir -no se prometan nada, no se engañen, no se dejen llevar por estos días estratégicos-, seguiremos rumbo a nuestra distopía preferida. Miraba los troncos apagados mientras cenaba, mientras recordaba lo penoso del momento antes vivido, la pérdida de tiempo y el insulto que puede resultar el discurso de un rey.

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