viernes, 18 de julio de 2014

París era un paseo

Una vez pasé quince días en París. Podría decir que de aquellos días apenas retengo el recuerdo de una felicidad adolescente. Esto es, irrepetible y calurosa. Imágenes que a veces se presentan como esas antiguas fotografías en blanco y negro de bordes alabeados por la humedad de los tiempos.

Nada sabía yo si París había sido una fiesta alguna vez, si realmente París tenía unos límites bien definidos o si por el contrario era esta una ciudad que no se acababa nunca. Recuerdo que allí pregunté -qué cosas-, ignorante, por La Bastilla, a un afrancesado al que quería y que sonrió con paciencia antes de señalar con amabilidad mi estupidez. Yo preguntaba por Balzac -¿por qué lo hacía?- y en alguna ocasión alguien me habló acerca de un parque que se encontraba no demasiado lejos de donde me alojaba. La mayoría de los días los pasamos en una portería de un elegante y antiguo edificio cercano al Trocadero. Los porteros eran una pareja de ancianos, antiguos emigrantes españoles para los que después de toda una vida a la francesa el fin de París fue el propio final de una historia que jamás será contada en un libro.

La verdad es que lo único que yo sabía de Balzac era que había sido un gran escritor. Para Stefan Zweig, uno de los tres grandes novelistas del XIX, junto con Dickens y Dostoievski. Otras noches dormí en el barrio latino, en un apartamento precioso de una finca con una más que sugerente piscina en el centro del patio. Los balcones y ventanas que daban al patio estaban coloreados la mayoría por macetas con plantas y plantas con flores. El recuerdo me cuenta que sobre la oscura superficie de la piscina flotaban repartidos multitud de pétalos desprendidos de las flores que fueron su hogar.

No fue una fiesta París para mí y nada sabía yo de aquellos años en los que los escritores del mundo se mudaban a malvivir por sus calles enloquecidos por viejos ecos de una revolución que malvendió promesas de libertad y musas hasta el fin de los días.

Ya no estoy seguro de si fueron quince o veinte los días pasados en París. Sé que para todos esos días llevaba como unas diez mil pesetas. He vueltos muchas veces, siempre de paso. La he contemplado con una baba de melancolía desde el cielo en despegues y aterrizajes.

Nada como aquel viaje que fue un gran paseo que terminaba siempre cerca del Sena. Nombres como Baudelaire o Verlaine no me eran del todo desconocidos y algo, poco, sabía del Picasso de París. Yo había ido a ver a los bailarines de breakdance dar vueltas sobre el suelo del Trocadero, beber cafe au lait y a meterle mano a la que fue mi primera novia. Pero París ya me susurraba futuros al oído y me contaba pasados que luego yo podía dibujar en mi mente pese a las obras en la fachada de Notre-Dame. Era feliz en mi ignorancia de entonces, tanto como lo soy en mi ignorancia actual. Era feliz paseando de la mano de aquella belleza morena y soñaba con navegar una noche sobre el río y pasar bajo los puentes en el verano parisiense más caluroso del siglo.

Ilusionado por conocer la tienda Virgin y por comprar al menos un disco en ella enloquecí con los puestos de los negros en los mercadillos de Clignancourt. La emoción de volar por primera vez pronto fue sustituida por la de tomar el metro y creerme dueño del movimiento por la red intestina de la ciudad de la Torre de Eiffel y el Louvre.

Como nos amamos en París ya no volvimos a amarnos nunca más aquella muchacha y yo. En París quise escribir sin saber. Vinieron los libros después de París.

Recuerdo volver cansado del paseo y subir sucias escalinatas y pensar que ese insignificante detalle pertenecía a un mundo diferente.  Uno en el que nunca me sentía extraño y en el que mis inquietudes inconscientes, al punto de aparecer como una extravagante molestia, eran aliviadas de forma natural. Hasta entonces siempre había procurado leer a escondidas.

Me gusta creer que en una ocasión Wilde me dio un codazo en las costillas mientras esperaba un tren en la estación en un paso elevado y contemplaba el acelerado brincar de una rata sobre el balasto entorno a los raíles. Aún no conocía Barcelona, Madrid había sido poco más que asfalto y hormigón; en París su pelo ondulado y moreno brillaba entre jardines con fuentes de agua limpia y no potable y largas balaustradas frescas al tacto. No subí a la Torre y los Campos Elíseos me provocaron rozaduras y me pisaba las anchas costuras del pernil de mis vaqueros por los bajos. Me sentía bien comiendo crepes con chocolate con leche Nutella con aquella niña a mi lado, sentados y recogidos en un escalón de Montmarte. Tampoco estaba mal si la calle era peatonal y las sillas en las mesas de las terrazas bajo pérgolas de enredadera se orientaban hacia los paseantes. Imagino ahora aquella escena -de la que por entonces nada sabía- en la que Ernest toma vino espumoso con ostras en una de esas terrazas y charla con un amigo que confunde a Joyce con Alistear Crowdley.

Había ido a París para escuchar el ritmo de los percusionistas callejeros en bulevares arbolados, a tropezarme con la sombra de hambrientas guillotinas y vi películas de acción de producción francesa en francés y acabé por ir a comprar pan hablando en francés. A mis extrañezas en suelo parisino las llamé poesía años después. Se mezclaban al final de mis paseos la fantasía y el cuerpo de la muchacha y el susurro de un millón de voces que me estaban esperando.

París no fue una fiesta para mí pero marché un día sin que la ciudad se acabase. Apenas recuerdo lo sucedido en aquellos días, me recuerdo paseando. Quise quedarme y pude hacerlo y no me quedé. Decidí mi marcha un día antes del vuelo de regreso.  Visito Charles de Gaulle unas cuantas veces cada año.  No hay una vez siquiera que no imagine que salgo del aeropuerto para tomar un taxi y dirigirme a aquella portería del edificio junto al Sena y que allí me espera la muchacha de mi adolescencia tardía y no tener que decidir irme otra vez.


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