jueves, 24 de julio de 2014

Esta tarde en Van Halen



Es demasiado tarde para dormir la siesta -teniendo en cuenta mis criterios horarios- pero pronto para cualquier otra cosa que implique la exposición gratuita al sol. Así que arrastro mi cuerpo hacia la cama, un cuerpo sudoroso al que poco alivian las aspas de los ventiladores que se agitan en el techo. La cama aún desecha desde que me levanté bien puede ser un espejo, me digo, tomo de la mesilla de noche el libro, o mejor dicho, el artefacto que últimamente me he visto obligado a usar para leer, lo enciendo -no sin antes poner en funcionamiento la lamparilla incorporada en la parte superior de su funda- y leo con la convicción de que no dormiré, de que dedicaré la tarde para leer sin más. Pero leo y miro más veces de la cuenta el ventilador que cuelga del techo sobre mi cama y me quejo para mis adentros de la incomodidad que me produce la capa de sudor sobre la epidermis. La lectura va y viene y no me siento en la historia. La historia es la que cuenta la novela Pólvora Negra de Montero Glez. Una narración en tres o cuatro partes cada una de ellas compuesta por cortos capitulitos. Me alejé de la novela histórica. Pero me habían recomendado muy mucho que leyera a este señor, me habían indicado muy especialmente Pistola y cuchillo. Como no pude hacerme con ella y, motivado por cierta entrevista que le hizo un señor muy trepa al autor, me decidí por leer lo primero que cayera en mis manos. Pólvora negra, pues, es la lectura que el calor, las aspas del ventilador y demás agonías de la calurosa tarde en Van Halen me incomodaban. Pero tampoco era eso. Quiero decir, he llegado a leer un ensayo sobre la guerra civil en una garita en mitad de un puñetero desierto a más de cincuenta grados. Y no es que tuviera sueño, que no lo tenía, pese a quedarme dormido después de la forma más tonta posible. Sólo muy de vez en cuando me acerco a una novela de género. Sin ser histórica Pólvora negra tiene un poco de eso, y sin ser novela negra, algo de novela negra tiene su argumento. A veces pienso que es el narrador lo que me aleja, qué curioso. Más si cabe cuando la intención que se intuye es la de un narrador cercano. Un narrador omnisciente cuenta de forma desordenada los hechos pasados y presentes variando tiempos verbales con maestría. La estructura de la novela también me parece acertada, no su extensión. La novela es buena, pero no es para mí, simplemente es eso, me digo, y las aspas del ventilador ya se están poniendo cansinas y cansados se sienten mis párpados y tengo el sueño más tonto del mundo para una tarde que quería dedicar a la lectura. La voz del narrador es cargante. Miro la extensión por la proa, lo que aún me queda por leer y los efectos que la voz del narrador me produce. Sí, el narrador es un personaje más y su uso del lenguaje es más que importante. En este caso trata de ser cercano, y tanto que lo es. Y como el narrador es importante y es un personaje, un actor, una interpretación de la mente del autor, aquí el narrador no hace otra cosa que sobreactuar. O tal vez no, quizá sea que el largo recorrido de la narración no sea la adecuada para tal recurso, o quizá, simple y llanamente, que la novela no es para mí y que es por eso por lo que las aspas del ventilador son tan importantes y por lo que mis párpados se cierran y caigo en ese sopor que ya creí superado después de comer.

Bocarriba introduzco ambos brazos por debajo de la almohada y bajo mi cabeza. Las aspas giran y me digo que cerraré los ojos pero que no me dormiré. Voy a pensar, me dije, creo, sin creerlo de verdad, te vas a dormir, debí haberme dicho y no lo hice y aunque sí, me puse a pensar, me dormí, y me olvidé de las aspas del ventilador.

Al otro lado del teléfono alguien me explica con paciencia los tristes últimos acontecimientos en la vida de alguien a la que no veo desde hace muchos años. Los mismos años que hace desde que no hablo con la persona que en mi sueño está al otro lado del teléfono. La ha dejado su pareja, una vez más. Está hecha polvo, una vez más. Bueno, es una buena muchacha, saldrá adelante, una vez más, digo. Y ya, claro, saldría adelante, pero hay que ver qué mala suerte tiene la pobre mía, que todos le salen mal, que ahora que estaba bien y que tiene dos niñas preciosas y él tan bien colocado en la policía local y demás; ahora que incluso de vez en cuando le sale algún trabajito de lo suyo, ahora, que la pequeña de las dos apenas ha cumplido un año, va el otro y le dice que no es feliz y se larga. Sí, es verdad que tiene mala suerte la pobre mía, digo, y es curioso. ¿Por qué es curioso? Coño, lo es porque ya no conozco a esa muchacha de nada, no sé quién es y no tengo la menor idea de cuál ha sido su suerte desde que no la veo. Pero la historia sigue, mi interlocutora sigue contándome penas, las suyas, las que los tristes acontecimientos en la otra persona le afectan. Porque ella siempre ha sido muy buena niña, insiste, y muy entregada a sus parejas. Vivía sólo para su hombre y sus niñas, además de que siempre ha sido muy trabajadora, dice. El tono de la voz al otro lado del teléfono es el mismo de cuando hablaba con ella, hace tantos años. Mi voz ha de sonar en alguna parte, pero yo no puedo escucharla, simplemente sé lo que dice porque lo que dice se dice en mi cabeza. Y digo: bueno, creo que ahora debería pasar esto de la mejor manera posible y concentrarse en el amor por sus hijas, que eso siempre es alivio; pasar el duelo (sí, el mismo duelo ya pasado en demasiadas ocasiones, cosa que no le digo, sino que es para el lector de estas líneas) y en fin, esperar a que las cosas vengan mejor. Su voz -al otro lado- suena más lastimera de pronto, resignada: sí hijo, sí, qué le vamos a hacer, las cosas de la vida y la vida sigue, y ella es tan buena muchacha que no le queda otra que encontrar a un muchacho tan bueno como ella. Así es, le digo, hace tiempo que no la veo, pero anímala de mi parte. Seguro que se alegrará de saber de ti. Seguro, contesto, y ella vuelve a hablar pero ya no entiendo sus palabras porque otro sonido se cruza y vuelvo a ver las aspas dando vueltas y vuelvo a escuchar el ligero chirrido procedente del eje del ventilador y los rayos del sol que se retira muy lentamente atraviesan las ranuras vacías de la persiana. El sonido que anuncia un nuevo  mensaje en un Samsung Galaxy S-5. ¿Pero qué coño he soñado? Desbloqueo la pantalla del móvil y veo que no es más que un aviso de Twitter. Pero también hay un numerito bajo la parte inferior derecha de una burbuja de Facebook Messenger en la que aparece en miniatura un rostro que hace agradable mi despertar. Leo el mensaje, uno muy cortito y cariñoso, y sin querer mando un mensaje absurdo que no responde a nada y que es uno de esos emoticonos que vienen a dar un seco ok a cualquier cosa.


Quiero coger el libro electrónico, medio dormido, más dormido que despierto, y lo quiero hacer a la vez que dejo el móvil en la mesilla de noche y libro y móvil caen juntos al suelo y el sonido, en conjunto, suena como a dolor de dinero perdido demasiado rápido. Vuelvo a colocarme bocarriba sobre la cama y a mirar el incesante girar de las aspas del ventilador en la calurosa tarde veraniega en Van Halen. 

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