miércoles, 14 de mayo de 2014

Con ojos de niño.



De pronto me sentí solo en mitad de la calle y el levante más que golpear parecía fluir por las calles que desembocaban en la avenida. Ya la intención del paseo era una promesa cuando miré al norte y a lo lejos las Puertas de Tierra se perfilaron bajo un cielo cargado de partículas violentadas por el aire. Mi paso desacelerado se transformó en un pensamiento. Todo lo miraba y todo lo veía. Y me di cuenta entonces que mis ojos ya no eran mis ojos y que eran los ojos de un niño que descubrían una ciudad nueva donde antes no había más que calles, coches y desconocidos vidandantes. Pero sólo el batir continuo del viento sobre la piel de mis brazos era verdad, y así era como iba descubriendo que la bendita tierra que pisaba se iba creando ante mis pies a medida que avanzaba. Era eterna la avenida y la sentí despoblada bajo los arcos en el paseo y puse rumbo al Campo del Sur y pasé por la cárcel vieja y miré al fondo y a la izquierda y el mar verdemoco del Ulises se encrespaba. Coches que se apiñaban ante la desazón roja de los conductores. Caminaba y sonreía a partes iguales porque iba descubriendo como nuevos los adoquines tendidos a mi izquierda. Me interné en el Pópulo, y allí el viento jugó al gato y al ratón con mis mejillas y mi frente. Cambié de opinión justo antes de llegar a la catedral y me dirigí a San Juan de Dios, y allí estaba de nuevo, agitado y llamando a sus criaturas, el mar. Tenía un destino y tiempo sobrado para alcanzarlo. Miré las terrazas y sentí la tentación de hacer un alto para beber un buen vaso de vino malo con limón. Pero las aventuras más insignificantes tampoco admiten el descanso del héroe. Había que caminar. Y caminé y me perdí por calles que conocía y que no podía nombrar. Hice un intento por hacer un recuento de los pares de hermosas y desnudas piernas femeninas que se cruzaban conmigo, pero mi gesto se empeñó en sonreír a sus propietarias sin más intención que la de dar las gracias. Una calle San Francisco inundada de viento y de gestos malhumorados me llevaron a la plaza del mismo nombre. Una vez más las sillas metálicas de las terrazas pedían calor, y las ignoré, y transité el callejón del Tinte y en la plaza de Mina me senté. Crucé las piernas y no miré nada, y volví a verlo todo y me supe feliz de estar en casa. Las calles por las que había pasado me habían reconocido como nunca antes lo hicieron. Puedo ver Cádiz como un extranjero, me dije, y puedo admirar Cádiz desde las entrañas, sin artificios, sin más medio que mis propios sentidos. Emprendí la marcha y callejeé sin más ayuda que la brújula de una mosca. Me perdí en cuatro calles por las que alguna vez había pasado. La gente circulaba inmersa en su rutina. No hay nada nuevo para ellos hoy, pensé, hago el camino del privilegio. En algún punto quise dar marcha atrás para caminar más trecho de la calle Ancha, y lo hice y mi paso desacelerado descargaba las tensiones acumuladas en mis piernas. Un balón llegó raso a mis pies en San Antonio y sin pararlo lo golpeé inyectando cómodo el empeine de mi pie derecho por debajo. El balón trazó una elegante parábola y al otro lado un niño con la camiseta del Real Madrid lo detuvo con destreza y cuando esto pasó, yo ya seguía caminando y mirando y viendo cuanto había que verse allí y que no era poco. Recordé aquellos viejos partidos en la calle de mi niñez, a los amigos con los que solía jugar entonces. Saludé a Wellington con un disimulado gesto militar cuando volví a intuir el mar. Mi destino estaba próximo, el tiempo se había detenido en la avenida, y fue entonces cuando supe que ya debía detenerme en una terraza, y no pensar más.

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