martes, 21 de mayo de 2013

Soy electricista.


"Soy electricista. Aunque no desagradecería unas monedas, lo que realmente necesito es un trabajo para poder colaborar en mi casa, donde todos están sin trabajo".

Probablemente no pase de los veinticinco años. Gafas. Algunos granos en la cara. Viste un gastado pantalón vaquero y, sobre una camiseta de mercadillo, una sudadera a rayas horizontales azul marino y gris. Se podría decir que es cualquiera. Cualquiera entre tantos de los que uno se cruza por la calle, cualquiera como tú o como yo, quiero decir. Podría uno ir paseando por ahí, verlo sentado en alguna cafetería tomando café con unos amigos y pasaría tan desapercibido como pasamos todos ante la mirada de los demás. Pero no es de esa guisa como me lo encuentro. Está sentado, apoyado en una pared cercana al cristal del escaparate de una tienda de ropa. Frente a él o, mejor dicho, entre él y el resto, a modo de simbólico burladero que no se sabe a quién pudiera estar protegiendo, un cartón de unos setenta centímetros doblado por la mitad, muestra a quien no tema leerlo, el mensaje que tiene para dar al mundo y que no es otro que el que encabeza esta entrada.

A veces me siento tan estúpido. A veces, tan incapaz de entender, de abarcar en mi pensamiento la locura que envuelve a las cosas que están pasando. Y digo locura, quizá, por mi propia y estúpida incomprensión de los días que vivimos.

Me hubiera gustado haberme sentado, allí en el suelo, haciendo compañía a ese joven electricista y haberle ofrecido un pitillo. Tratar al menos de aliviar unos minutos de desesperación con una charla imprevista. Supongo que pensé que era una estupidez. 

Ahora no lo veo así.

Llevo todo el día recordando esa mirada suya, la pesadumbre imposible de disimular tras las gafas y la vergüenza de quién, teniendo oficio y ganas, no tiene más remedio que pedir una limosna a una sociedad dominada por el miedo y que no mira por miedo y cuyo miedo, por desgracia, está más que justificado.

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