miércoles, 22 de mayo de 2013

Ernest y yo I




Sé que cuando Ernest me habla directamente, así muy serio, con los dedos de su mano derecha buceando por su barba, lo hace por mi bien. Como no podría ser de otra manera yo desoigo sus consejos, los comentarios con los que trata de guiarme por los vericuetos de esto de contar cosas. Él sabe que sólo así puede uno encontrar sus propias herramientas. No obstante parece resultarle de todo imposible dejarme tranquilo para repetirme las mismas consignas una y otra vez. No sabría qué hacer si él no siguiera a mi lado. A veces se me pone algo melancólico y me cuenta cosas que no están en sus libros y que yo sé que son verdad. Es entonces cuando más me gusta cabrearlo diciendo que no me creo una mierda de lo que me cuenta. Y se cabrea, se cabrea tanto que me insulta y me dice que no soy más que otro niñato que juega con cosas de mayores. Es un viejo con carácter. Cuando le digo que necesito estar cómodo para escribir me dice que eso no es más que otra estupidez de las mías. Una excusa más para postergar el trabajo, me dice. Lo peor es cuando se mete con la dimensión de mis frases. Si por él fuera me colocaría un punto cada tres o cuatro palabras. Cada vez que sale este tema no puede remediar soltarme ese rollo suyo de París, de su trabajo como corresponsal. Si le digo que hoy, por ejemplo, me he levantado sin ganas de nada, me amenaza con darme un bofetón si no consigo imponerme una disciplina cercana a la militar, que espabile, que él a mi edad era capaz de no dormir más que un par de horas al día. Le digo que me aburre, que me deje descansar de tantas batallitas, que ya tengo las mías propias para aburrirme yo solito. Ernest se queda pensativo. Me dice que tengo razón y se va para volver al cabo de un rato. Sé que cuando Ernest me habla directamente, así muy serio, con los dedos de su mano derecha buceando por su barba, lo hace por mi bien. Y yo me alegro de ello.

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